Hay
momentos en que ansías la soledad porque sientes el fastidio y el tedio de la
rutina. Cuando por fin tienes esa oportunidad, cuando al fin eres libre de las
cadenas de tu monótona vida, y tus quejas sobre lo que hace falta y lo que
tienes que hacer se van, te das cuenta del grave error que cometiste al desear
la soledad forzada. Ahora, ya por fin que estás solo, ya que por fin tu deseo
de un cambio es satisfecho, lloras.
Lloras por el abrazo que antes, diario, se te regalaba.
Lloras
por el beso que era depositado en ti con ternura, con amor.
Lloras
por la compañía cuando comes.
Lloras
por la ausencia de ruido y la extrema calma.
Tu cuerpo expresa risa, cuando todo tú emanas llanto;
de
repente, así de pronto, casi de inmediato, quieres regresar.
Retornar a una cama destendida;
a un
desayuno simple, pero personalizado;
regresar
a tu casa sucia, pero acogedora;
a un
patio que no visitas, pero que sabes certeramente tuyo.
Volver a las caminatas que te alejan o te acercan a quien deseas,
sufrir
las visitas que se habían convertido en norma.
Sigues llorando,
permaneces
en donde estás hasta que ya no eres solicitado,
subes
el elevador, caminas cansado -tus pies casi no responden-,
llegas
a tu puerta. Fastidiado de estar solo, la abres.
¡Cómo!
¿No hay nadie quien te reciba?
Tonta
criatura. Ahora extrañas el "¿cómo te fue, te llevaste suéter?"
Te recuestas, tomas aire.
Escuchas
los sonidos de tu alrededor.
Todo
está en constante ajetreo,
en
movimientos medidos.
Y tú
solo escuchas silencio.
Silencio
porque nadie te habla
y esos
murmullos que escuchas,
jamás
se dirigen a ti.
Te convertiste en el inservible solitario que tanto anhelabas. ¿Suficiente? ¿Ya quieres regresar? Lamento decirte, infame miserable, que es tu penitencia quedarte atrapado en el limbo de la indiferencia social, el verdadero silencio a voces, en la caminata nocturna, en el paraíso que no te observa.
No te preocupes. Cuando llores desgarrado y desees lo que tenías, estaré contigo
y me dirás qué sentiste y qué tan adolorido amanecía tu cuerpo y tus entrañas. Porque finalmente, amado seductor, quién mejor que yo para entender lo que extrañas. Si al final del día éramos dos los que entraban. Te quiero.
Soledad.
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